Discurso de Molina Morillo para la ADPE
En estos días leía, en uno de los periódicos de la mañana, cómo uno de sus columnistas sentía nostalgia porque ya casi no se usa el intercambio epistolar a través de los carteros. Se refería, claro está, a la época no muy lejana en que todavía no existían los emails ni nada que se les pareciera.
Se lamentaba el columnista porque ahora, con el Internet, las respuestas a los emails recibidos se producen en cuestión de minutos, casi sin pensar lo que se teclea, y desde luego, sin preocuparse para nada de las reglas de la gramática ni mucho menos de la elegancia en el estilo ni en la caligrafía, porque en el nuevo lenguaje cibernético todo está permitido, incluyendo la ausencia de sintaxis, la puntuación incorrecta, las mayúsculas y minúsculas usadas indiscriminadamente, el uso de malas palabras y la presencia de groserías de todo tipo. Se acabó aquello de escribir a mano, y de pensar bien una carta durante dos o tres días antes de darle curso, en busca de frases bonitas o corteses… y ni qué hablar de aquellas cartas perfumadas que una u otra vez uno recibía o enviaba cuando se trataba de alguien muy especial!
Todo aquello pasó a la historia. Ahora, tristemente para los nostálgicos, la mayoría depende cada vez más del Internet como si fuera una extensión del reino natural. Quizás sea bueno desenchufarse por tres o cuatro días para recordar épocas remotas cuando el teléfono sólo servía para hablar.
No todo el mundo se rindió ante el avasallador torrente del Internet y las computadoras. Salvador Pittaluga Nivar fue uno de los que se resistieron a sucumbir y se mantuvo fiel a los métodos tradicionales de comunicación, y demostró a través de su vida que lo importante no son los medios, sino los fines; no son las máquinas, sino los valores y los principios.
Como parte de las actividades que han organizado la Asociación Dominicana de Periodistas y Escritores (ADPE) y el Instituto Dominicano de Prensa (IDP), en ocasión del primer aniversario del fallecimiento del periodista, comentarista, profesor y abogado Salvador Pittaluga Nivar, el presidente de ambas instituciones, licenciado José Gómez Cerda, me ha pedido que diga en este día unas palabras, con lo cual se propone iniciar un ciclo de disertaciones públicas para sus miembros, estudiantes de periodismo, amigos y relacionados.
Honroso encargo que no pude rehusar ante el rebosante entusiasmo que pude observar en este hombre a quien, tras la sentida partida del doctor Pittaluga, ha correspondido llevar la antorcha de las serias responsabilidades sociales de las dos entidades citadas.
Un año ha transcurrido, ciertamente, del deceso de ese periodista excepcional que fue Salvador Pittaluga, a cuyo tesón y dedicación absoluta se deben la subsistencia de la ADPE, sociedad que reúne en su seno a la crema y nata de la intelectualidad dominicana, y del IDP, crisol en donde se han forjado centenares de profesionales de la comunicación que pueblan con dignidad los distintos medios de comunicación impresos y electrónicos de nuestro país.
Hijo de don Juan Bautista Pittaluga Cambiaso y doña Amada Nivar León de Pittaluga, Salvador vivió hasta los 73 años de edad, de los cuales dedicó más de 25 a los ideales consagrados en la tabla de valores y principios de la ADPE.
Egresado como doctor en Derecho de la Universidad de Santo Domingo en 1958, hizo otro doctorado, éste en Derecho Penal, en la Universidad Complutense de Madrid, ciudad en donde también aprovechó su tiempo para completar estudios en la Escuela Diplomática. Estos últimos estudios le sirvieron mucho en sus posteriores funciones como diplomático en las embajadas dominicanas de Londres, Madrid y Roma, así como en la propia Cancillería de la República, con el rango de Embajador, director de Prensa.
En el periodismo activo, se distinguió como corresponsal del diario ABC de España, y de la radio WADO de Nueva York, pero sobretodo como comentarista de noticias de la televisión criolla y moderador en diferentes programas de panel.
Imposible reseñar en breve espacio las delicadas funciones que voluntariamente cumplió Pittaluga Nivar como mediador en conflictos o componedor de situaciones delicadas a nivel nacional, muchas veces con riesgo de su propia seguridad personal.
Me atrevo a asegurar, sin embargo, que si fuéramos a escoger una sola de sus obras para definir la calidad de su personalidad y su vocación de servicio público, ninguna mejor ni más representativa que la de haber sido inspirador, creador y sostén de la Asociación Dominicana de Periodistas y Escritores (ADPE) y del Instituto Dominicano de Periodismo (IDP), hijo legítimo de aquella.
Cada vez que se le presentó la ocasión, Salvador Pittaluga Nivar dijo y repitió que yo fui el fundador de la ADPE, y de tanto repetirlo logró que mucha gente terminara creyéndolo así, verbigracia el actual presidente de la ADPE, licenciado Gómez Cerda. Lo afirmaba Pittaluga en mi presencia y lo reconfirmaba a mis espaldas. Pero yo puedo asegurarles ahora, ahora que él no está presente y no podrá rebatirme, que el verdadero responsable del nacimiento y desarrollo de esta fructífera organización fue él.
Tenía yo 31 años y Salvador 27 cuando Rafael Trujillo Molina cayó abatido a balazos en mayo de 1961. Ambos, como todo el que vivió aquellos años negros de la dictadura, quisimos poner nuestro grano de arena en ese despertar nacional hacia la libertad, sin saber por cuál vía contribuir a la causa todavía indefinida que envolvía a todo el pueblo dominicano.
Tanto Pittaluga como quien les habla habíamos incursionado en el periodismo, con las consabidas limitaciones que imponía el régimen del tirano. La chispa encendió por ahí. Y en honor a la verdad, fue Salvador quien parió la idea de crear un núcleo que reuniera a un grupo de personas que compartieran con nosotros el compromiso de difundir, mediante escritos, libros o conferencias, la cultura, los vientos de la democracia que comenzaban a soplar y los principios inmanentes en que se sustentan los derechos fundamentales del ser humano.
Yo lo que hice fue darle mi decidido entusiasmo y brindarle mi cooperación en la tarea de reclutar adeptos y redactar una declaración pública y posteriormente los estatutos de la que, con el paso del tiempo y un accionar siempre apegado a los mejores principios éticos, sería ésta reputada y acreditada asociación.
Recuerdo como si estuviera viendo una fotografía, las veces que el pequeño grupo de soñadores, que era cada vez menos pequeño, por cierto, nos reuníamos a planificar actividades y eventos públicos, o bien a elaborar un documento de protesta o de adhesión a los sucesos del momento, nos reuníamos, repito, bajo un árbol que había en el patio de este Instituto, acogidos por su generosa sombra, pero sin sillas, ni mesa de trabajo, ni otras facilidades de ninguna especie.
Pero así nos fuimos fortaleciendo y ganando la confianza pública y el respeto de la sociedad. Con un crédito bien ganado, hay que decirlo sin modestia, acariciamos la idea de crear un galardón para reconocer a los ciudadanos meritorios en el campo del periodismo y de la literatura, así como a algún notable escritor o periodista internacional, y así surgió la premiación anual de El Caonabo de Oro, con lo cual al mismo tiempo rendíamos tributo al valeroso cacique que con gallardía y valor se rebeló contra los abusos y despojos del conquistador.
La estatuilla original fue diseñada por el notable artista vegano Joaquín Priego, y la primera entrega correspondió a don Julio Postigo, promotor de la colección bibliográfica “Pensamiento Dominicano” y un verdadero mecenas de los autores de nuestro país, que vieron en la desaparecida Librería Dominicana un refugio para sus insatisfechas inquietudes literarias.
Hay que recordar, con profunda gratitud, que la carga financiera que tal premio conllevó desde entonces hasta el presente, ha sido generosamente auspiciada por la firma Shell, gracias a la comprensión y acogida de sus gerentes y administradores, y a las valiosas gestiones de quien durante muchos años fue su director de Relaciones Públicas, Cuqui Córdova, también un destacado y consecuente miembro de la ADPE.
No tengo a mano, lamentablemente, la lista completa de los periodistas e intelectuales que han sido merecedores del codiciado Caonabo de Oro, pero sí quiero mencionar a algunos de los más notables que registra mi memoria, como lo fueron Rafael Herrera, María Ugarte, Lupo Hernández Rueda, Fernández Spencer, Franklin Mieses Burgos y tantos otros.
En todas estas décadas de existencia de la ADPE, esta organización ha dicho presente cada vez que la libertad de prensa se ha visto amenazada. Nuestra voz siempre se ha hecho sentir sin vacilaciones y así ha de ser también en el futuro, con estricto apego a los valores que abrazamos desde aquellos turbulentos días de la post dictadura a partir del 1961.
Recuerdo perfectamente aquellos primeros días de nuestra sociedad, cuando dejábamos claramente establecido en los primeros documentos que dábamos a la publicidad, la necesidad de que los periodistas realizaran su tarea sin apasionamiento, con fuerza de carácter y mucha capacidad de sacrificio, como solamente pueden mostrar quienes sienten hondamente esa fuerza moral que caracteriza a una verdadera vocación.
En una palabra, dejamos escrito aquella vez, el periodista ha de tener integridad moral e intelectual para mantener una inquebrantable actitud de honradez, para escribir con igual honestidad de lo que le agrada como de lo que le disgusta, y tanto de lo que puede beneficiarle como de lo que puede causarle perjuicios.
Porque el periodismo es una profesión que no debe estar influída por amistades ni temer a los enemigos; no debe buscar favores ni aceptar gratificaciones; es una profesión en la cual la pasión, los prejuicios y el fanatismo son fatales para sus más altas aspiraciones; una profesión que debe estar dedicada al bien público y a exponer el fraude, la malversación o la incompetencia en la conducción de los asuntos públicos; una profesión cuya práctica no puede estar inspirada en un espíritu estrecho y partidista, sino que tiene que ser justa y equitativa frente a quienes sostienen opiniones contrarias.
En esta semana dedicada a rendir homenaje al verdadero padre de la ADPE, Salvador Pittaluga Nivar, quiero repetir aquí una de sus frases favoritas, que era ésta: “El periodismo puede ser la más noble de las profesiones o el más vil de los oficios”. Yo creo en eso y estoy convencido de que no hay término medio. Cada quien es libre de elegir por cuál de las dos vertientes inclinarse. Felizmente, cada vez es mayor el número de los que creemos en la primera, con el firme convencimiento de que nuestra más importante y trascendente misión es la de servir de guardianes y defensores de los derechos humanos, que son, a su vez, la zapata y el sostén de toda sociedad democrática.
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